Oscar Andrés Sánchez Á.
“Miren, pongan cuidado. Este es Camilo C, y venden unas hojaldras...”. Con estas palabras, recuerda Flor Elisa Gonzáles, eran despertados grandes y chicos cuando el tren arribaba a la estación. Desde muy temprano, las hermas Paulina y Florentina Agudelo, fundadoras de esta tradición, tenían listas estas tortillas hechas de harina y huevos, apetecidas por todos los viajeros.
Ruinas de la antigua Estación Camilo C. En la actualidad es habitada por una familia.
La estación “Camilo C. Restrepo”, denominada antes “El Alto de la Paila”, fue inaugurada el 14 de febrero de 1924. Distaba a 58 kilómetros de Medellín y pertenecía a la empresa Ferrocarril de Amagá, compañía jalonada por Alejandro Ángel, una vez el gobierno aceptó su licitación en 1906 y, adquirida por el departamento a finales de la década del 20. Su primer riel se clavó el 8 de febrero de 1911.
Elisa Gonzáles de 67 años, autóctona de Camilo C, sostiene: “Este sitio era muy prospero, el trabajo sobraba. Algunas mujeres lavaban la ropa de los trabajadores, otras los alimentaban y las demás sacaban sus ventas, sobre todo de hojaldras. Yo tuve 12 hijos y todos los levanté con lo que ganaba mi esposo José, y eso que él era un trabajador raso del ferrocarril”.
Bulto de Camilo C Restrepo, uno de los gestores del Ferrocarril de Amagá y en cuyo honor fue bautizada esta población.
Flor Ríos es pensionada del ferrocarril, nació en 1924 y vive en la antigua proveeduría, lugar de donde se abastecía de alimento a las cuadrillas. Hace un gran esfuerzo para recordar: “Cuando empecé a hacer de comer a los trabajadores estaba muy niña. Como aquí no había campamento me llevaron para Bolombolo. Algunos de ellos eran muy queridos, otros lo hacían volver grosero a uno”.
La región de Amagá y pueblos cercanos era rica en carbón, hierro, plata y café, por lo que precisaba de un sistema moderno de transporte. Ángel formó la compañía con varios inversionistas, entre los que sobresale Camilo C Restrepo, como se llamaría luego la estación. Este fue el primer superintendente de la obra y su gerente en 1920, año en que la compañía comenzó a ser rentable.
En la antigua estación vive hace 16 años Gladis Bermúdez, de escasos 41 años, trigueña, delgada, de cabello lacio y negro. Descuida su galpón y narra: “la antigua inquilina de esta estación, abandonó este lugar porque a medianoche escuchaba el ruido del autoferro, -un carrito que transportaba a los trabajadores, y los entreveía por la ventana lleno de esqueletos.
Continúa Gladis: “Mi papá me contaba que cuando hubo tanta violencia la máquina traía heridos y algunos murieron en la estación. Muchos vecinos han visto a un hombre de cachaco que se aparece al lado de la fuente. Una vez, a mí se me apareció un muñequito dorado que bailaba y me invitaba a seguirle. El padre Ramón Heli me bendijo la casa, y no volví a ver ni oír nada extraño”.
En este camino se hallaba la carrilera del tren que conducía hacia la estaciones de Puente Soto, Tulio Ospina y Bolombolo.
Elisa Gonzáles, la trovadora de Camilo C, recuerda: “Una vez mi mamá me mandó a vender unos huevos y me antojé de hacer una “palomita”, -eso dejó más de un mocho-, me colgué de la escalera de uno de los vagones y como no me supe tirar, me revolcó” Se ríe con timidez y prosigue: “para hacer los cascabeles de diciembre poníamos las tapas de gaseosa sobre los rieles para que la máquina las dejara planitas”.
El esposo de Elisa, José Antonio Tabares, se pensionó también con el ferrocarril. Hacía parte de una cuadrilla formada por 14 hombres, “poquitos pero guapos”, encargados de 8 kilómetros de vía. La jornada era de 7 a 4 de la tarde y recibía 5 pesos con 50 centavos. Cuando había derrumbes y descarrilamientos, tenían que trabajar sin importar la hora; pero les pagaban extras.
Los abuelos añoran y sueñan con el retorno del tren. Algunos de ellos se desplazan con sus nietos hasta la antigua estación y les indican con melancolía y orgullo el lugar donde un día esperaron el tren y donde propios y extraños se deleitaban con las mejores hojaldras de la región, que como si fuera poco, eran “benditas para el mareo”.
Elisa Gonzáles y su esposo José Antonio Tabares, antiguo trabajador del Ferrocarril de Antioquia, en su casa en Camilo C.
Elisa evoca con nostalgia el día en el que el tren pasó por última vez: “Eso hace 32 años. Se llamaba el tren del recuerdo. Había mucho alboroto. Todos salimos a despedirlo con desolación, pues sabíamos que se llevaba en sus vagones una época maravillosa y una empresa única y grandiosa”.
Fuentes:
-Poveda, Gabriel. 1974. Antioquia y el Ferrocarril de Antioquia. Concurso Nacional “Monografía sobre el Ferrocarril de Antioquia. Primer puesto.
-Bravo, José María. 1993. Monografía sobre el ferrocarril de Antioquia.
Medellín. Secretaría de Educación y Cultura.
-Retrospectiva del ferrocarril de Antioquia. Fundación ferrocarril de Antioquia. Medellín. Gobernación de Antioquia.
“Miren, pongan cuidado. Este es Camilo C, y venden unas hojaldras...”. Con estas palabras, recuerda Flor Elisa Gonzáles, eran despertados grandes y chicos cuando el tren arribaba a la estación. Desde muy temprano, las hermas Paulina y Florentina Agudelo, fundadoras de esta tradición, tenían listas estas tortillas hechas de harina y huevos, apetecidas por todos los viajeros.
Ruinas de la antigua Estación Camilo C. En la actualidad es habitada por una familia.
La estación “Camilo C. Restrepo”, denominada antes “El Alto de la Paila”, fue inaugurada el 14 de febrero de 1924. Distaba a 58 kilómetros de Medellín y pertenecía a la empresa Ferrocarril de Amagá, compañía jalonada por Alejandro Ángel, una vez el gobierno aceptó su licitación en 1906 y, adquirida por el departamento a finales de la década del 20. Su primer riel se clavó el 8 de febrero de 1911.
Elisa Gonzáles de 67 años, autóctona de Camilo C, sostiene: “Este sitio era muy prospero, el trabajo sobraba. Algunas mujeres lavaban la ropa de los trabajadores, otras los alimentaban y las demás sacaban sus ventas, sobre todo de hojaldras. Yo tuve 12 hijos y todos los levanté con lo que ganaba mi esposo José, y eso que él era un trabajador raso del ferrocarril”.
Bulto de Camilo C Restrepo, uno de los gestores del Ferrocarril de Amagá y en cuyo honor fue bautizada esta población.
Flor Ríos es pensionada del ferrocarril, nació en 1924 y vive en la antigua proveeduría, lugar de donde se abastecía de alimento a las cuadrillas. Hace un gran esfuerzo para recordar: “Cuando empecé a hacer de comer a los trabajadores estaba muy niña. Como aquí no había campamento me llevaron para Bolombolo. Algunos de ellos eran muy queridos, otros lo hacían volver grosero a uno”.
La región de Amagá y pueblos cercanos era rica en carbón, hierro, plata y café, por lo que precisaba de un sistema moderno de transporte. Ángel formó la compañía con varios inversionistas, entre los que sobresale Camilo C Restrepo, como se llamaría luego la estación. Este fue el primer superintendente de la obra y su gerente en 1920, año en que la compañía comenzó a ser rentable.
En la antigua estación vive hace 16 años Gladis Bermúdez, de escasos 41 años, trigueña, delgada, de cabello lacio y negro. Descuida su galpón y narra: “la antigua inquilina de esta estación, abandonó este lugar porque a medianoche escuchaba el ruido del autoferro, -un carrito que transportaba a los trabajadores, y los entreveía por la ventana lleno de esqueletos.
Continúa Gladis: “Mi papá me contaba que cuando hubo tanta violencia la máquina traía heridos y algunos murieron en la estación. Muchos vecinos han visto a un hombre de cachaco que se aparece al lado de la fuente. Una vez, a mí se me apareció un muñequito dorado que bailaba y me invitaba a seguirle. El padre Ramón Heli me bendijo la casa, y no volví a ver ni oír nada extraño”.
En este camino se hallaba la carrilera del tren que conducía hacia la estaciones de Puente Soto, Tulio Ospina y Bolombolo.
Elisa Gonzáles, la trovadora de Camilo C, recuerda: “Una vez mi mamá me mandó a vender unos huevos y me antojé de hacer una “palomita”, -eso dejó más de un mocho-, me colgué de la escalera de uno de los vagones y como no me supe tirar, me revolcó” Se ríe con timidez y prosigue: “para hacer los cascabeles de diciembre poníamos las tapas de gaseosa sobre los rieles para que la máquina las dejara planitas”.
El esposo de Elisa, José Antonio Tabares, se pensionó también con el ferrocarril. Hacía parte de una cuadrilla formada por 14 hombres, “poquitos pero guapos”, encargados de 8 kilómetros de vía. La jornada era de 7 a 4 de la tarde y recibía 5 pesos con 50 centavos. Cuando había derrumbes y descarrilamientos, tenían que trabajar sin importar la hora; pero les pagaban extras.
Los abuelos añoran y sueñan con el retorno del tren. Algunos de ellos se desplazan con sus nietos hasta la antigua estación y les indican con melancolía y orgullo el lugar donde un día esperaron el tren y donde propios y extraños se deleitaban con las mejores hojaldras de la región, que como si fuera poco, eran “benditas para el mareo”.
Elisa Gonzáles y su esposo José Antonio Tabares, antiguo trabajador del Ferrocarril de Antioquia, en su casa en Camilo C.
Elisa evoca con nostalgia el día en el que el tren pasó por última vez: “Eso hace 32 años. Se llamaba el tren del recuerdo. Había mucho alboroto. Todos salimos a despedirlo con desolación, pues sabíamos que se llevaba en sus vagones una época maravillosa y una empresa única y grandiosa”.
Fuentes:
-Poveda, Gabriel. 1974. Antioquia y el Ferrocarril de Antioquia. Concurso Nacional “Monografía sobre el Ferrocarril de Antioquia. Primer puesto.
-Bravo, José María. 1993. Monografía sobre el ferrocarril de Antioquia.
Medellín. Secretaría de Educación y Cultura.
-Retrospectiva del ferrocarril de Antioquia. Fundación ferrocarril de Antioquia. Medellín. Gobernación de Antioquia.
1 comentario:
Esta publicacion que hicistes esta muy buena, porque podemos leer cosas que a los jovenes no les toco por lo que esto existio ya hace muchos años. EXELENTE.
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