miércoles, 14 de enero de 2009

NOCHES DE ESPANTO

Oscar Andrés Sánchez A.
Reportaje

“Una temperatura suave, una tertulia familiar, un chocolate espeso, un juego de baraja, un tabaco recién armado, tres avemarías y un padrenuestro cerraban la noche de la mayoría de los cuarenta mil habitantes de Medellín al comienzo de la década de 1890 ”.

Esta pasiva noche, que finalizaba con el cebo de las velas, ideal para descansar del rutinario día, o en palabras de Carrasquilla: “limbo de la monotonía”, apoderada de fantasmas, confusa, taciturna y trémula, se desprendía de sus rasgos pueblerinos. La Villa de Nuestra Señora de la Candelaria sería embestida por el “progreso”, las nuevas edificaciones, la industria, la técnica y las importaciones culturales, y, pese a la oposición de muchos, desterraría para siempre los espectros noctámbulos.



Era la época en la que los viajeros se confesaban y hacían su testamento antes de partir en sus bestias hacia Bogotá o la Costa Caribe; la época en la que, a falta de vagos y mendigos, la Policía existía por ley. Era la época en la que las casas de los virulentos eran marcadas, las cabezas de las putas rapadas, el agua del río Medellín era diáfana y tenía abundancia de peces. Era la época en la que las únicas noches diferentes eran las vísperas de las fiestas religiosas, ambientadas por serenateros, y en la que se creía que la Villa, una vez escondido el sol, pertenecía a los espantos.

“De diez de la noche en adelante, era tanta la soledad y oscuridad, que las calles de la Villa, de tétricas aterraban. Hubo varios espantos misteriosos que fueron la pesadilla y el desvelo de nuestros antepasados. Uno de ellos el “el hombre de zancos”, que nadie vio porque tal era el pánico, que las gentes no se atrevían a mirar (…) “El Sombrerón” duende o endriago terrible, procedente del lado occidental del río, llegaba a la ciudad a altas horas de la noche” .

En la segunda mitad del siglo XIX en la Villa nadie forastero. Las familias se conocían y reconocían a quienes vivían al borde de los caminos. Para 1870 poseía 29 mil habitantes, incluyendo San Cristóbal, Hato Viejo (Bello) y Ana (Robledo). Existían 21 calles, siete templos, trece escuelas, tres bancos, cuatro hoteles de mala muerte, un par de carpinterías, sastrerías, peluquerías, herrerías y cantinas, cincuenta y dos casas de dos pisos y una de tres, catorce consultorios médicos, un teatro, una notaría, dos librerías, tres fábricas de cerveza y un hospicio. Los demás eran extensos solares y tierras baldías .

En la noche no se acostumbraba salir de casa. La familia se congregaba alrededor de una vela de cebo, un candil, una bujía de esperma, o una lámpara de petróleo, ubicada en una mesilla en el centro de la sala, a la espera de que el fuego se extinguiera y el sueño amenazara, precedido de un par de oraciones. En las noches de verano algunos aprovechaban para hacer visita. El hombre iba envuelto en su capote y la mujer en la mantilla, custodiados por dos negros que los alumbraban con faroles .

“El chocolate era batido ruidosamente en un rincón de la sala, en donde estaba en permanencia la tradicional forja; se servía con hojaldre para una muchacha fresca, sencilla y pudorosa. El patriarca imponía de sobremesa un buen rosario de quince cosas, y en seguida a dormir con un lirón en una tarima antiquísima, con tendido de estera de junco y almohada de paja de basto, con un cobertor del reino que pesaba media arroba…”



Los lugares de diversión eran poco comunes aún. Los hombres empezaron a emplear el asueto de las noches para reunirse a platicar con los vecinos, sobre temas actuales diversos, de manera especial, sobre música, literatura y arte, alumbrados por faroles o mechas de vela. Fueron para entonces populares las tertulias literarias del negro Cano y las de don Tomás Carrasquilla, y las tertulias musicales del maestro José María Bravo Márquez, que todos los viernes en la noche agrupaba a conocidos, amigos, discípulos y personajes diversos de la ciudad, para una velada cultural en su casa en San Benito.

Pese a la inestabilidad política que vivía el país, aunque poco, se organizaban bailes y fiestas que por lo general tenían como objetivo limar ciertas asperezas partidistas que habían hecho distanciar a algunas familias. Luego de la guerra de 1885 se hicieron grandes bailes en algunas de las suntuosas residencias de la Villa. Cuando caía la tarde, los más chicos ocupaban las ventanas grandes enrejadas de las espaciosas casas blanqueadas con cal para observar a los transeúntes y, en ocasiones para coquetearan a chicos buenos mozos o chicas bien presentadas.

La noche era también aprovechada para hacer todo lo que no era bien visto a la luz de día, aunque no fuese precisamente ilegal o profano. Hombres y mujeres sacaban todo tipo de inmundicias a la calle. La Villa aún no tenía alcantarillado y apenas a alguien se le había ocurrido hacer letrinas públicas. El estiércol y la orina pasaban de las bacinillas o poncheras a los caminos o solares, además de todo tipo de desperdicios. Unos cuantos aprovechaban la penumbra para hacer sus necesidades directamente en los lugares deshabitados. El alba sorprendía a algunos con los calzones abajo y los caminos y patios amanecían como si hubiera llovido mierda y orín.

En la Villa no había mucho donde pernotar. Los hoteles no eran rentables, pocos extranjeros o forasteros llegaban y quienes venían de otras regiones preferían buscar parientes o rentar la habitación de alguna casa, más cómoda y menos onerosa. Casi todas las casas tenían una o dos habitaciones para huéspedes. Los hoteles, más parecidos a una fonda, eran sucios y desordenados. Entre ellos se encontraba el “Cosmos”, ubicado en la esquina sur del parque Berrío El “Cabecitas”, el “Continental”, el “Casino”, famoso porque allí se jugaba “en el rodar de las muelas de Santa Polonia” (juego de dados), el “Gran Hotel”, el “Hotel la petaquita”, donde se hospedaban las personas de pueblos cercanos que venían al mercado los martes y viernes.

Alrededor de la década de los sesenta del siglo XIX los grupos de contertulios se empezaron a organizar en los famosos Club, de origen europeo. En 1866 inició “el paquete de Cigarrillos”, conformado por ex alumnos del colegio de San Ildefonso durante el apogeo del “habano”. Luego se formó el “Club la Concordia”, compuesto por miembros de las familias más prestantes de La Villa: Los Restrepo, Uribe, Herrán, Santamaría, Jaramillo y los Mejía. Luego abrirían “La Varita”, “La mata de Mora”, el “Club de la bohemia”, “Belchite”, “Boston” y el “Club de los 13”, al que pertenecía José María Amador Coriolano. Las noches de la Villa no volvieron a ser las mismas.

“Algunas veces, al anochecer, a la luz de velas colocadas en candelabros y arañas, las damas y los caballeros asistieron con exquisita cultura e irreprochable compostura a las fiestas de salón. Fueron bailes de la alta sociedad ofrecidos por un don Marceliano Callejas, un don Gabriel Echavarría, un don Alejo Santamaría, un don Víctor Gómez, o un don Coriolano Amador, o algún otro privilegiado de la riqueza. Por lo general allí se decidió, entre músicas y vinos, la suerte de un negocio o el pacto de un nuevo matrimonio”.



De igual manera, se volvió común que en las noches, sobre todos las de luna, los enamorados salieran de sus aposentos o cafés acompañados de unos cuantos amigos a dar una serenata a la mujer querida con canciones románticas. Había también en las noches presentaciones en público de canciones suaves y elegantes ejecutadas por manos femeninas o coplas alegres y picantes improvisadas por un humilde campesino. En el café “Serenata”, cercano al parque de Bolívar, los cantores alegraban noche tras noche el lugar con pulcras melodías. El “Siete Puertas”, ubicado en poblado, era común entre los jóvenes.

Mientras, las clases privilegiadas viajaban por Europa y Estados Unidos y retornaban con los avances más sofisticados del mundo, como el famoso piano de cola. Utilizaban en telégrafo, el tranvía y saboreaban caviar. Los días feriados vestían saco, zapatos, sombrero y bastón y escuchaban la retreta que ofrecía la banda musical en el Parque Bolívar. Ricos y pobres iban a misa los domingos y aunque se sentaban en bancas diferentes, obedecían los preceptos de la Iglesia Católica y los menesteres del obispo Joaquín Pardo y Vergara. Por estos días un par de personas prestantes, pertenecientes a cofradías religiosas, se habían dado a la tare de construir una residencia para que vagabundo y pordioseros pasaran la noche.

Algunos músicos se profesionalizaron en el exterior y volvieron a Medellín a refinar el estilo de las familias más pudientes. Eran reconocidos el pianista Daniel Salazar, el compositor Juan de Dios Escobar, el violinista y pianista Pedro Vidal, los maestros, directores y compositores Pablo Emilio Restrepo, Jesús Arriola, Germán Posada, Nicolás Molina y Gonzalo Vidal, autor este último de la letra del himno antioqueño. Sobresalían algunas agrupaciones como la Banda Oficial, el Trío la Chirimía, entre otras. La música aún era mu selecta, aunque hacía parte de las fiestas religiosas, patrias y sociales, amenizados grupos que tocaban bambucos, polkas, pasillos y valses.
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Para finales del siglo XIX, la Villa ya no era tan tranquila. En la noches, sobre todo domingos y festivos, ocurría la mayor parte de robos y asesinatos mediados por el alcohol. Entre 1889 y 1893 fueron asesinadas 549 personas con un fogonazo de pistola rústica o el filo de un cuchillo o el contundente golpe de una piedra o un garrote. Por esto, cuando los trabajadores, campesinos, pequeños comerciantes, músicos y vagabundos, en medio de placer, tiples y aguardiente, observaban que la luz de las decenas de velas se extinguían, partían. Pocas personas se osaban a andar sin luz cuando en los caminos iniciaba la algarabía entre garrotes, gritos y sombras.

“Aquello que llamábamos fiesta, las que en un principio se celebraban en febrero, en honor a la Patrona, y luego vinieron a celebrarse en días de la Patria, recibieron más tarde el cambio de nombre (como sin ton ni son se cambia todo en esta tierra) por el de carnavales, se cual fuere la época (…) unas de las más famosas fiestas con bailes, mascaradas, maestranzas, juegos y francachelas, fueron las de 1881. En una de sus mañas nuestro recordado amigo Joaquín Vásquez Barrientos, después de haberle dado recio a la juerga, se halló lámparo, sin níquel para calmar el consiguiente guayabo” .

Los café de mediados del siglo XIX pasaron a llamarse un par de décadas después cantina o bar. Existían de primera categoría, donde se encontraba desde el brandy “La Golondrina” y el ron Jamaica, hasta cervezas inglesas, cigarrillos de ambalema y vinos franceses. El establecimiento de don Luís Cardona, ubicado entre la Calle Colombia y la carrera Junín, era uno de los más reconocidos. También el “Puerta del Sol”, “Las bastilla”, “El cosmos”, “el faro” el “Chantecler”, “Monserrate”, “El Vesubio”, “Puerto Arturo”, “La viña”, “La bodega”, “El 93”, “La cantina de don Alberto Vásquez”, “los manzano” “El nevado”, “El polo”, entre otros.



Los café eran espacios para la tertulia, el sarcasmo, la comidilla política o literaria. Otros jugaban damas o comían empanadas. La mayor parte de estos lugares carecía de higiene, agua corriente o servicios públicos. Estaban divididas en varios reservados separados por canceles y con piso enladrillado. Los arrieros arribaban con sus recuas de mulas a los café o cantinas del barrio Guayaquil, luego de extensas jornadas de viaje, a desquitarse y descansar para retornar al día siguiente. Bebían en los cafés del sector, contaban cuentos y leyendas como nadie más lo sabía hacer. Allí durmieron muchas noches acompañados de mujeres amorosas.

A finales del siglo XIX las noches de la Villa, aunque ya no eran iguales, fueron sorprendidas por el alumbrado público de luz eléctrica, instalado a través de bombas de arco voltaico. El acontecimiento, que al parecer ponía a Medellín a la altura de las principales ciudades del mundo, fue visto en la época como “algo promisorio, de otra era y otros rumbos de la estirpe”. Treinta años atrás, José María López de Mesa había promulgado el Acuerdo inicial sobre el alumbrado público en Medellín: “Se encenderán sendos faroles en las cuatro esquinas de la plaza, excepto naturalmente, en las noches de luna” . En primera instancia fueron iluminados los parques Berrío y Bolívar y el tradicional paseo de “La Playa”, ahora de calles empedradas y aceras de ladrillo.

“Con la luz eléctrica, desaparecieron los espantos. Estos son potentes en las sombras y en la soledad. Los cierto es que esos brujos no se han atrevido aún a pasearse por el atrio actual de La Candelaria, ni han venido a visitar la lujosas vitrinas de nuestras calles modernas, donde pulula una activa y compacta muchedumbre ”.

Finalizando el siglo XIX fueron fundados algunos los clubs más importantes en los que pernotarían los paisas en los años venideros: el “veloz-Club”, “El Palito”, y el “Brelan”, llamado para 1905 “El Tadem”, entre cuyos socios figuraban Saturnino Restrepo, Carrasquilla y Efe Gómez. Este Club era reconocido por el álbum de autógrafos que poseía, entre los cuales reposaban el de Marco Fidel Suárez, Carlos E. Restrepo, Rafael Uribe U, Pedro Nel Ospina, Rafael Reyes, Churchill, Tolstoi entre otros cuatrocientos. Para principios del siglo XX vinieron los club “Baile blanco”, “El Carnaval”, “Club Fígaro”, “Club Unión”, que recibió la mayoría de los socios del “Tadem”, cerrado en 1905. Entre la década del 20 y del 30 sobresalen el “Club Campestre” y el “Club Medellín”.

Por decisión del Concejo Municipal y con el objetivo de incentivar los centros sociales y culturales, los Clubs pagaban menos impuestos que los garitos, cantinas y tabernas. Muchos aprovechando esta circunstancia fundaron clubs fachada donde para entrar no se necesitaba ser socio o tener algún distintivo, sólo desear beber, probar suerte, fumar y conseguir el amor de una dócil mujer. De igual manera, en la década del 20 muchas casas de juego se escondieron también a través de los “clubs”, sitios protegidos por la ley, perfectos para los juegos prohibidos como el dado corrido. No obstante, en varias ocasiones la policía llego a sorprender y arrestar a empedernido jugadores. Una vez en la comandancia, las personas adineradas pagaban una especie de fianza y retornaban a casa.

Los propietarios de esta clase de lugares donde todo tipo de personas dejaban su dinero, aprovecharon el buen momento por el que atravesaba la economía del departamento a principios del siglo XX y la necesidad de las personas de gastar lo que en menor medida habían tenido, para enriquecerse y ampliar su negocio. Antes de la depresión de 1929, muchos habitantes vivieron de manera holgada debido a la bonanza cafetera. La naciente industria permitió acumular energía y dinero. En Guayaquil, algunos locales como el Café Córdoba, ante la alta de demanda de licor y comida, decidieron prestar servicio las 24 horas.

El siglo XX pintó bien desde temprano: las tierras de Medellín se valorizaron debido a la demanda suscitada por la transformación de la ciudad y el valor de las transacciones de bienes raíces en Medellín en 1924 ascendió a la suma de 13,2 millones de pesos. En la parte comercial, el mismo año el Ferrocarril de Antioquia transportó 116,8 millones de toneladas de mercancía, entre los que se hallaban 500 mil sacos de café de exportación. De otro lado, entre noviembre de 1924 y septiembre de 1925, lo producido en rentas por el distrito de Medellín ascendió 2,3 millones de pesos. La ciudad creció sin medida: En 1883 habían 37 mil habitantes y para 1918 superaba los 755 mil. Según el censo de 1912, el 60% de los habitantes leían y escribían.

Lo que también no dejaba de aumentar era la prostitución, perseguida desde que el general Pedro Justo Berrío era presidente de Antioquia e hizo deportar decenas de “mujeres públicas” a la colonia penal de Patiburú, en las selvas cercanas al río Nus. Aunque no se hablaba en público del tema, muchas personas distinguidas se escurrían entre los pastizales en las noches de poca luna hacia los barrios alejados, como Guanteros, en busca de quién dominara sus pasiones. En 1906 el inspector del Barrio Sur expulsó a 80 “mujeres de vida suelta” del Barrio Guayaquil.

En 1921, Alfonso Ballesteros, alcalde de Medellín, firmó un decreto “en contra de las pianolas, sitios de diversiones nocturnas, de libaciones eternas y de caricias vulgares”. De verificarse escándalos en estos lugares se ordenaría arresto de cinco días a las mujeres implicadas . Pero como decían los abogados y leguleyos de la época, se obedecía; pero no se cumplía. Algo parecido ocurría con los licores: por un lado se prohibía su consumo después de las 12 de la noches, y por otro se incentivaba su consumo debido a lo que representaba para las rentas departamentales. En 1928, cuando la población no llegaba a los 100 mil habitantes, se consumieron 2,2 millones de botellas de licor .

El siglo veinte trajo nuevas aficiones y distracciones nocturnas, como el cine, con la producción de películas de 35 mm. En la ciudad su promotor y primer director fue Gonzalo Mejía, quien en 1912 junto a los hermanos Acevedo, bogotanos, grabaron una película de tres rollos llamada “Bajo en cielo antioqueño”, que proyectó por primera vez en la pantalla las costumbres paisas ante la mirada expectante de cientos de personas. Por otro lado, la noche estuvo más acompañada de la música debido a su popularización en la década del 30 a través de la grabación prensada.

Las actividades realizadas en los dos últimos siglos han sufrido variaciones pero conservan su esencia: “Cuando el sol se esconde detrás de los cañaveral, espera y espera es el momento de véngame, vuelve a latir mi corazón, porque me vuelvo a reunir de nuevo con mi querer, porque vuelve a renacer otra noche de ilusión”. O, ¿podría diferenciarse este coro tropical contemporáneo de una trova picante de finales del siglo XIX?


Imágenes: Archivo histórico de Medellín

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